Gustavo Martín Garzo
Conviene empezar cuanto antes, a ser posible en la habitación misma de la clínica de maternidad, ya que es aconsejable que el futuro lector esté desde que nace rodeado de palabras. No importa que, en esos primeros momentos, no las pueda entender, con tal de que formen parte de ese mundo de onomatopeyas, exclamaciones y susurros que le une a su madre y que tiene que ver con la dicha. Poco a poco irá descubriendo que las palabras, como el canto de los pájaros o las llamadas del celo de los animales, no son sólo manifestación de existencia sino que nos permiten relacionarnos con lo ausente. Así, muy pronto, si su madre no está a su lado echará mano de ellas para recuperarla en su pensamiento, o si vive en un pueblo rodeado de montañas les pedirá que le digan cómo es el mundo que le aguarda más allá de esas montañas y del que no sabe nada.
Palabras del día y de la noche
Por eso los adultos deben contarle cuentos, y sobre todo, leérselos.
Es importante que el futuro lector aprenda a relacionar desde el principio el
mundo de la oralidad y el de la escritura. Que descubra que la escritura es
la memoria de las palabras, y que los libros son algo así como esas despensas
donde se guarda todo cuanto de gustoso e indefinible hay a nuestro alrededor,
ese lugar donde uno puede acudir por las noches, mientras todos duermen, a tomar
lo que necesita. A estas alturas habrá hecho un descubrimiento esencial,
que existen palabras del día y palabras de la noche. Las palabras del
día tienen que ver con lo que somos, con nuestra razón, nuestras
obligaciones y nuestra respetabilidad; las de la noche con la intimidad, con
el mundo de nuestros deseos y nuestros sueños. Y ése es un mundo
que necesariamente se relaciona con el secreto. Por eso, el adulto no debe hablar
demasiado al niño de los libros, ni abrumarle con consejos acerca de
lo importante que es leer, porque entonces éste desconfiará. La
madre que guarda en la despensa los dulces que acaba de preparar, no lo proclama
a los cuatro vientos, y así los vuelve más codiciables. Las palabras
de la literatura tienen que ver con ese silencio, con lo que se guarda y tal
vez hay que robar, nunca con lo que nos ofrecen a gritos, y mucho menos a la
luz del día, donde todos puedan vernos. El futuro lector, en suma, debe
ver libros a su alrededor, saber que están ahí y que puede leerlos,
pero nunca sentir que es eso lo que todos esperan que haga.
Sería aconsejable, si me apuran, que los padres no los tuvieran demasiado
a la vista, sino que los guardaran dentro de grandes armarios, que a ser posible
mantendrían cerrados con llave. Aunque de vez en cuando se olvidarían
esa llave, o de cerrar esos armarios, dándole al niño la opción
de llevarse los libros cuando nadie les viera. Pero lo más importante
es que el niño vea a sus padres leer. Discretamente, sin ostentación,
pero de una forma arrebatada y absurda. El rubor en las mejillas de una madre
joven, mientras permanece absorta en el libro que tiene delante, es la mejor
iniciación que ésta puede ofrecer a su niño al mundo de
la lectura.
Jardín secreto
Pero los libros son como aquel jardín secreto del que hablara F. H. Burnett
en su célebre novela homónima: No basta con saber que están
ahí, sino que hay que encontrar la puerta que nos permite entrar en su
interior. Y la llave que abre esa puerta nos tiene que ser entregada azarosamente
por alguien. En la novela de F. H. Burnett es un petirrojo quien lo hace, y
gracias a ello la niña puede visitar el jardín escondido. El que
ese petirrojo tarde en presentarse no quiere decir que no vaya a hacerlo nunca,
pero incluso si así fuera tampoco se alarme demasiado, ni por supuesto
llegue a pensar que su hijito es un caso perdido. Piense que la lectura no siempre
nos hace más sabios, ni más inteligentes, ni siquiera más
buenos o compasivos, y que bien pudiera ser que ese niño que adora fuera
como los bosquimanos, que tampoco leyeron una sola línea y eso no les
impidió concebir algunos de los cuentos más hermosos que se han
escuchado jamás. No olvide, en definitiva, que el cuento más necesario,
y por el que seremos juzgados, es el que contamos sin darnos cuenta con nuestra
vida.
Artículo publicado en Blanco y Negro Cultural
el 17 de abril de 2003. ABC